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El ave y la rama

"Una joven maga de piedra de Shurima conoce a un mentor inesperado en las montañas de Jonia".
Taliyah story crest

—Ese poder que tienes está hecho para destruir. ¿No quieres usarlo? Muy bien. Pues que te hunda como a una piedra.

Estas palabras del capitán noxiano fueron las últimas que oyó Taliyah antes de hundirse bajo las aguas saladas; palabras que aún la atormentaban. Cuatro días habían pasado desde su llegada a la playa adonde había escapado. Al principio corrió, y luego, cuando dejó de oír cómo se rompían los huesos de los granjeros jonios y los soldados noxianos, siguió caminando. Marchó por las faldas de las montañas, sin atreverse a volver la mirada hacia la carnicería que había dejado atrás. La nevada había empezado dos días antes. O puede que tres; ya no se acordaba. Aquella mañana, al pasar frente a una capilla vacía, se había levantado una brisa desoladora sobre el valle. En aquel momento, el viento cobró nuevas fuerzas y las nubes, al separarse, le mostraron un cielo tan transparente y azul que por un instante creyó estar ahogándose de nuevo. Conocía aquel cielo. De niña lo había contemplado sobre las arenas. Pero no estaba en Shurima. Aquí, el viento era su enemigo.

Taliyah se envolvió el cuerpo con los brazos, tratando de recordar el calor del hogar. El abrigo mantenía la nieve a raya, pero el aire helado se colaba de todos modos. La soledad invisible serpenteaba a su alrededor y se le metía hasta el tuétano de los huesos. Al acordarse de lo lejos que estaba de sus seres queridos cayó de rodillas.

Enterró las manos en los bolsillos y sus yemas temblorosas juguetearon con las piedras viejas y desgastadas que guardaba allí, en busca de calor.

—Tengo hambre. Eso es todo —dijo, a nadie y a todos a la vez—. Una liebre. Algún pajarito. Por la Gran Tejedora, hasta me comería un ratón si apareciese.

Y como en respuesta a sus palabras, a varios pasos de allí, sonó un pequeño crujido sobre la nieve. El responsable, una bolita de pelo no mayor que sus dos puños, asomó la cabeza por la entrada de su madriguera.

—Gracias —susurró Taliyah con un castañeteo de los dientes—. Gracias. Gracias.

El animal le lanzó una mirada inquisitiva mientras ella sacaba una de las suaves piedras del bolsillo y la introducía en la bolsa de cuero de su honda. No estaba acostumbrada a disparar de rodillas, pero si la Gran Tejedora le hacía aquella ofrenda, no pensaba desaprovecharla.

Mientras el animalito seguía mirándola, aprestó la honda, ya con la pequeña piedra dentro. El frío la había hecho presa de su cuerpo entero y así no era fácil mover el brazo. Cuando alcanzó velocidad suficiente, dejó volar la piedra... y, con ella, un fuerte estornudo.

La piedra voló sobre la nieve y pasó rozando lo que hubiera sido su cena. Taliyah se echó hacia atrás, mientras el peso entero de su frustración se le escapaba formando un gruñido gutural cuyo eco resonó en el silencio. Aspiró hondo varias veces dejando que el frío le quemara la garganta.

—Si te pareces en algo a los conejos de la arena, donde hay uno de ustedes debe de haber una docena más —le dijo al vacío dejado por el animal, embargada de nuevo por un optimismo desafiante.

Apartó la mirada de la madriguera para dirigirla hacia el valle, donde se movía algo. Siguió su propio rastro sinuoso a través de la nieve. Más allá, detrás de unos pinos dispersos, había un hombre hombre en la capilla. Al verlo, sintió que se quedaba sin aliento. Estaba allí sentado, con la melena oscura y enmarañada ondeando al viento y la cabeza pegada al pecho. Estaba dormido o meditando. Taliyah exhaló un suspiro de alivio. Ningún noxiano que conociera se dejaría sorprender haciendo aquello. Recordó la cruda textura de la capilla que había sentido antes al pasar las manos por sus contornos curvos.

Un crujido súbito la sacó bruscamente de estos pensamientos. Luego, un estruendo, que se hacía más fuerte a cada segundo. Taliyah se preparó para la llegada de un terremoto que no se produjo. El estruendo se transformó en un crujido sostenido y aterrador, un estrépito de nieve compactada y piedra. Se volvió hacia la montaña y vio que una muralla de color blanco se precipitaba hacia ella.

Intentó ponerse en pie, pero no tenía sitio donde esconderse. Se volvió hacia la roca que asomaba bajo la nieve sucia y pensó en el animalito, a salvo en su madriguera. Desesperada, se concentró en la rugosa superficie de la roca visible. Una hilera de columnas gruesas brotó del suelo. El parapeto de roca se elevó muy por encima de su cabeza, un instante antes de que la imparable avalancha blanca lo embistiera con un bum.

La nieve se abrió paso por la ladera que recién había aparecido y se derramó como una reluciente ola sobre el valle. Bajo la atenta mirada de Taliyah, la mortífera avalancha cayó sobre la pequeña cañada y engulló el templo.

Tan rápido como había empezado, la avalancha concluyó. Hasta el solitario viento enmudeció. Un silencio nuevo y amortiguado se posó pesado sobre ella. El hombre de la melena oscura había desaparecido bajo aquella avalancha de hielo y roca. Taliyah se dio cuenta de que se había salvado del alud, pero al comprender que no solo había condenado a un inocente desprevenido, sino que lo había enterrado vivo, sintió que se le encogían las entrañas.

—Por la Gran Tejedora —dijo, a nadie y a todos a la vez—. ¿Qué he hecho?

Taliyah avanzó rápido por la ladera cubierta de nieve; se deslizaba en algunos lugares y se hundía hasta las rodillas en otros. No había escapado de una flota de invasión noxiana para matar por accidente al primer jonio que veía.

—Y con mi suerte, de seguro que era un hombre santo —dijo.

Los pinos del valle habían quedado reducidos a unos matorrales achaparrados. Solo la parte superior de la capilla sobresalía de la nieve. Los restos de una serie de banderas de plegaria, enredadas como nudos, marcaban el extremo de la cañada enterrada. Taliyah escrutó la zona en busca de rastros del hombre que había dejado en el hielo. La última vez que lo había visto se encontraba bajo el alero del templo. Tal vez lo hubiera protegido.

Al acercarse al templo, más cerca de los árboles y lejos del grueso de la avalancha, vio que dos dedos pálidos habían logrado salir a la superficie.

A medias arrastrándose y a medias corriendo, llegó hasta ellos. —Que no estés muerto. Por favor, que no estés muerto. Por favor...

Se puso de rodillas con delicadeza y empezó a retirar el polvo helado. Desenterró unos dedos tan duros como el acero. Agarró al hombre por la muñeca, a pesar de que sus propias manos agarrotadas apenas obedecían sus órdenes. Entre el castañeteo de sus dientes y los temblores de su cuerpo, le era imposible saber si aún tenía pulso.

—Si aún no moriste —dijo al hombre que había bajo la nieve—, tienes que ayudarme.

Miró a su alrededor. No había nadie. Ella era la única que podía ayudarlo.

Le soltó los dedos y retrocedió unos pasos. Colocó las palmas entumecidas sobre la superficie de la nieve y trató de recordar qué aspecto tenía la base del pequeño valle antes de la avalancha. Piedras sueltas, gravilla... Los recuerdos daban vueltas en su cabeza, pero al cabo de un instante cobraron forma. Era oscuro, un carbón basto y grisáceo moteado de blanco, como la barba del tío Adnan.

Se aferró a esta imagen y tiró de debajo de la capa de nieve. La costra de hielo reventó delante de ella, seguida al momento por una colosal serpentina de granito con una solitaria figura encima. La roca, dúctil de pronto, titubeó al llegar a la cúspide, como si pidiera instrucciones. Taliyah, sin saber qué peligros podía ocultar el suelo, los envió hacia los pinos, con la esperanza de que su ramaje amortiguara su caída.

La columna de granito cedió antes y se desplomó sobre la nieve, levantando una nube de polvo blanco, pero los brazos perennes de los árboles atraparon al hombre antes de dejarlo caer con suavidad sobre la nieve.

—Si estabas vivo, no vayas a morirte ahora —dijo Taliyah mientras corría hacia él. La luz del sol empezaba a apagarse en el cielo. Unas nubes negras estaban entrando en el valle. No tardaría en caer más nieve sobre ellos. Detrás de los árboles, vio la entrada de una pequeña caverna.

Taliyah sopló sus manos cerradas tratando de conseguir que dejaran de temblar. Se agachó sobre el hombre y estiró el brazo para tocarle el hombro. El desconocido dejó escapar un gruñido de dolor. Antes de que Taliyah pudiera apartarse, hubo una brisa fugaz y un destello metálico. El filo frío y letal de la espada del hombre se apoyó en su garganta.

—Aún no me llegó la hora —dijo con un susurro roto. Tosió y se le pusieron los ojos en blanco. La espada se hundió en la nieve, pero el hombre no la soltó.

El primer copo pasó flotando frente a la cara agrietada de Taliyah. —No pareces alguien fácil de matar —dijo—. Pero si nos sorprende esta tormenta, quizá pongamos a prueba hasta qué punto.

El hombre respiraba con dificultad, pero al menos seguía vivo. Taliyah se introdujo bajo su brazo y comenzó a arrastrarlo hacia la boca de la pequeña cueva.

El viento solitario había retornado.

Taliyah se inclinó para recoger una piedra redonda del tamaño y color de una bola de lana pura. Con un escalofrío, volvió la mirada hacia la cueva. El andrajoso desconocido seguía apoyado contra la pared, con los ojos cerrados. Se metió en la boca el trozo de carne seca que había encontrado en su mochila. Confiaba en que, si sobrevivía, no tuviera inconveniente en compartirla.

Regresó a la calidez de la cueva. Las piedras que había amontonado despedían aún un calor que hacía tremolar el aire. Se arrodilló. Hasta entonces no sabía si el truco de calentar las piedras en el bolsillo funcionaría con algo más grande. La joven shurimana cerró los ojos y se concentró en ellas. Recordó el asfixiante sol de las arenas. Su calor, prendido de la tierra, hasta pasado el anochecer. Se relajó y abrió el abrigo al sentir el primer roce de calor y entonces empezó a trabajar con la piedra que tenía entre las manos. Le dio la vuelta, la moldeó y la empujó con los pensamientos hasta darle la forma de un cuenco. Satisfecha, regresó a la boca de la cueva con su nuevo recipiente.

—Como un gorrión recogiendo miguitas —dijo una voz de hombre tras ella.

—También a los gorriones les entra sed —respondió ella al tiempo que recogía nieve pura con el cuenco. El viento frío susurraba a su alrededor. Taliyah colocó la piedra redonda sobre el montón de rocas candentes que tenía delante.

—¿Agarras las piedras con las manos? Parece tedioso para alguien capaz de tejer la roca.

En las mejillas de Taliyah afloró un calor que no tenía nada que ver con su pequeña fogata.

—No estás enojado, ¿verdad? Por lo de la nieve y...

El hombre se echó a reír, pero enseguida, con un gemido, se llevó las manos al costado. —Tus actos revelan todo lo que necesito saber. —Sus dientes apretados albergaban un atisbo de sonrisa—. Pudiste dejarme morir.

—Fue culpa mía lo que te sucedió. No podía dejarte enterrado en la nieve.

—Te lo agradezco. Aunque no me hubiera importado ahorrarme el vuelo entre los árboles.

Taliyah hizo una mueca y luego abrió la boca. El hombre alargó una mano para detenerla. —No te disculpes.

Con un esfuerzo, se puso derecho y miró mejor a Taliyah y el ornamento que llevaba en el pelo.

—Un gorrión de Shurima. —Cerró los ojos y se relajó al calor de la fogata—. Estás muy lejos de tu hogar, pajarito. ¿Qué te trae a una remota caverna de Jonia?

—Noxus.

El hombre levantó una de sus oscuras cejas, pero mantuvo los ojos cerrados.

—Dijeron que uniría a la gente en Noxus. Que mi poder afianzaría sus murallas. Pero solo querían que sembrara la destrucción. —Su voz estaba preñada de aversión—. Me dijeron que me enseñarían...

—Lo hicieron, pero solo la mitad de la lección —dijo él sin entonación.

—Querían que enterrara un pueblo entero. Que asesinara a la gente en sus casas. —Dejó escapar un resoplido de impaciencia—. Y cuando al fin decido escapar, voy y te arrojo una montaña encima...

El hombre levantó la espada y recorrió el filo entero con los ojos. Una pequeña brisa le sacó el polvo. —Destrucción. Creación. No son ni buenas ni malas. No se puede tener una sin la otra. Lo que cuenta es la intención, el porqué del camino que tomas. Esa es la única opción real que tenemos.

Taliyah se levantó, irritada por el discurso. —Mi camino discurre lejos de aquí. Lejos de todo el mundo, hasta que consiga controlar lo que llevo dentro. Tengo miedo de hacerles daño a los demás.

—La confianza de un ave no yace en la rama en que se posa.

Pero Taliyah ya no escuchaba. Estaba en la entrada de la cueva, embozándose con el abrigo. El viento silbaba en sus oídos.

—Voy a buscar algo para comer. Con un poco de suerte, no derrumbaré el resto de la montaña sobre ti.

El hombre se apoyó contra la piedra templada que tenía detrás y susurró, para nadie y para todos: —¿Estás segura de que es la montaña lo que quieres conquistar, pequeño gorrión?

Un ave picoteaba un delgado pino cercano. Taliyah pateó la nieve y, al hacerlo, se le metió un poco de nieve por dentro de la bota. Se agachó para calzárselas mejor, exasperada por las palabras del hombre y el frío del hielo que estaba fundiéndose alrededor de sus tobillos.

—¿El porqué del camino que tomo? Dejé a mi pueblo y a mi familia para protegerlos de mí.

Se detuvo. Reinaba un silencio inusitado. Un pequeño gamo que estaba cerca de allí había desaparecido hacía rato, espantado por el ruido de sus pisadas. Al sentir que la muchacha no representaba ningún peligro, el ave de la rama cercana había decidido quedarse y ahora respondía a sus diatribas con trinos. Pero en aquel momento, hasta su canto se apagó.

Taliyah se incorporó con cautela. En su enojo, se había alejado más de lo que pretendía de la cueva. Era más sensible a la piedra que a la madera y, casi sin darse cuenta, había seguido una cresta que afloraba bajo la nieve hasta el extremo de un acantilado rocoso. No esperaba que el hombre la siguiese, pero sus sentidos le decían que alguien la vigilaba.

—¿Más discursos? —preguntó con indignación.

Como respuesta, hubo una exhalación que sintió hasta la médula de los huesos.

Se metió una mano en el abrigo y con la otra buscó la honda. Llevaba tres piedras en el bolsillo. Agarró una de ellas al mismo tiempo que la gravilla del suelo delataba a su perseguidor, tras ella.

Se volvió. Allí, caminando con cuidado entre los afilados peñascos, había un enorme león de las nieves joniano.

A pesar de apoyarse sobre las cuatro patas, era mucho más alto que ella. De hecho, de haber podido erguirse la habría superado más de dos veces en estatura, y tenía el grueso cuello cubierto por una melena corta de un blanco trigueño. La bestia la miró. Soltó las dos liebres muertas que traía entre las fauces y lamió un reguero rojizo que goteaba desde un colmillo más grueso que el antebrazo de Taliyah.

Un momento antes, la vista desde lo alto del acantilado le había quitado el aliento. Ahora la había dejado sin escape. Si echaba a correr, la alcanzaría al instante. Taliyah tragó saliva y trató de sofocar el pánico que le subía por la garganta. Puso una piedra en la honda y empezó a darle vueltas.

—Márchate de aquí —dijo. Sus palabras brotaron sin el menor atisbo del terror que sentía por dentro.

El león dio un paso hacia ella. La muchacha disparó la piedra. Alcanzó a la gran bestia cerca de la melena, pero el pelaje absorbió la mayor parte del impacto. El animal lanzó un gruñido de enojo, que Taliyah fue incapaz de diferenciar de los martillazos de su corazón en el interior de su pecho.

Puso otra piedra en la honda.

—¡Vamos! —gritó con fingido coraje—. ¡Dije que te marcharas!

Volvió a disparar.

El gruñido hambriento del depredador se hizo más fuerte. El ave del pino, al comprender que no podía salir nada bueno de todo aquello, saltó de la rama y aprovechó una corriente de aire para remontar vuelo.

Taliyah metió la mano en el bolsillo en busca de su última piedra. Sus manos tiritaban por culpa del frío y del miedo. El proyectil se le resbaló de entre los dedos, cayó al suelo y se alejó rodando. Levantó los ojos. El león dio un paso hacia ella meneando la cabeza sobre los potentes cuartos delanteros. La piedra se detuvo fuera de su alcance.

¿Agarras las piedras con las manos? Las palabras del hombre resonaron en su cabeza. Tal vez había otro modo. Intentó alcanzar la roca con su voluntad. La piedra se estremeció, pero también lo hizo el suelo bajo los pies de Taliyah.

La rama en la que el ave recién había alzado el vuelo aún temblaba. La confianza de un ave no yace en la rama en que se posa. La opción estaba clara: podía quedarse allí, petrificada por la duda, y dejar que la bestia se le echara encima, o podía recurrir a su poder y dar el salto.

Taliyah, una muchacha nacida en un desierto situado muy lejos de las costas de la nevada Jonia, se aferró a la imagen del ave y la rama vacía. En ese momento olvidó la muerte inminente que se cernía sobre ella. La soledad que la atormentaba desapareció, reemplazada por su última danza sobre las arenas. Sintió la presencia de su madre, su padre, Babajan... la tribu entera a su alrededor. Entre susurros, les prometió volver a su lado cuando por fin lograse dominar sus dones.

Miró a la bestia a los ojos. —Sacrifiqué muchas cosas como para dejar que me detengas.

La piedra comenzó a deformarse debajo de ella en un elegante crescendo. Se dejó envolver por la calidez de ese último abrazo y saltó.

Un estruendo, más fuerte que el gruñido de la bestia, empezó a alzarse bajo sus pies. El león trató de retroceder, pero ya era demasiado tarde. El suelo se abrió bajo sus zarpas y dio paso a un torrente de gravilla deshecha, y el peso de la criatura la arrastró hacia el fondo del acantilado.

Taliyah permaneció flotando un instante sobre el aluvión de tierra deshecha. La roca que tenía debajo, disgregada en mil fragmentos diminutos, perdió la cohesión necesaria para controlarla. Sabía que no podría aferrarse para siempre a la destrucción. Comenzó a caer. Pero antes de que pudiera despedirse del mundo inhóspito que se fracturaba a su alrededor, un viento fuerte la levantó en el aire. Unos dedos de acero la agarraron por el cuello del abrigo.

—No pensé que dijeras en serio lo de derrumbar la montaña, pequeño gorrión. —Con un gruñido, el hombre la levantó hasta un saliente que se acababa de formar—. Ahora comprendo por qué es tan plano el desierto.

Una carcajada se formó en el interior de Taliyah. Lo cierto es que se alegraba de oír su voz condescendiente. Asomó la cabeza sobre el abismo y se irguió. Se sacudió el polvo, recogió las liebres que había soltado el león y echó a andar hacia la cueva con un nuevo brío en el paso.

Taliyah se mordió el labio inferior. Paseó la mirada por la posada mientras se agitaba en su asiento, inquieta. Ya era tarde y había pocos clientes en las mesas. Llevaba mucho tiempo sin estar en compañía de otras personas. Miró a su sombrío compañero, quien había insistido en que les diesen la poco iluminada mesa de la esquina. El hombre que ahora hacía las veces de maestro suyo no contaba. El gesto ceñudo que exhibía su rostro desde que accediese a entrar en la apartada posada a comer no ofrecía camaradería alguna.

Pero al darse cuenta de que todos los demás eran allí tan forasteros como él, se relajó un poco en su rincón sombrío, con la espalda pegada a la pared y la bebida en la mano. Ahora que ya no estaba distraído, su concentración y su mirada vigilante volvieron a recaer sobre ella.

—Debes centrarte —dijo—. No puedes vacilar.

Taliyah estudió las hojas que daban vueltas en el fondo de su taza. Aquel día, la lección no había sido nada fácil. Y no había ido bien. Ambos habían terminado cubiertos de polvo y roca pulverizada.

—Cuando te dispersas es peligroso —dijo él.

—Podría haberle hecho daño a alguien —respondió ella mirando el desgarrón del manto que llevaba su compañero al cuello. Y su propia ropa tampoco había salido indemne. Miró su abrigo y su falda nuevos. La esposa del posadero se había apiadado de ella y le había regalado lo que tenía a mano, cosas abandonadas por alguna clienta anterior. Tardaría en acostumbrarse a las mangas largas de la ropa jonia, pero lo cierto es que la tela era de buena calidad y parecía bien cosida. Había conservado su camisa modesta, descolorida de tanto desgaste, porque no quería desprenderse del último vestigio de su hogar.

—No se rompió nada que no pueda arreglarse. El control solo se obtiene con la práctica. Eres capaz de hacer mucho más. No olvides que mejoraste mucho.

—Pero... ¿y si fracaso? —preguntó ella.

La mirada del hombre se desvió hasta la puerta del otro lado de la sala, que recién se había abierto. Un par de mercaderes entraron y se sacudieron el polvo del camino. El posadero les indicó con un gesto las mesas vacías que había cerca de Taliyah y su acompañante. El primero fue hacia allí mientras el segundo esperaba a que le sirvieran los tragos.

—Todo el mundo fracasa —dijo el compañero de Taliyah. Por un instante, un destello de frustración deshizo la contención habitual de su rostro—. El fracaso es solo un momento en el tiempo. Si sigues avanzando, quedará atrás.

Uno de los mercaderes tomó asiento en una mesa cercana y dirigió la mirada hacia Taliyah. Sus ojos pasaron de la túnica de color lavanda pálido a los destellos de oro y piedra de su cabello.

—¿Eres de Shurima, muchacha?

Taliyah se esforzó por ignorarlo. El mercader captó la mirada protectora de su acompañante y se echó a reír.

—Hasta hace poco, habría sido algo insólito —dijo.

La muchacha se miró las manos.

—Pero es un poco más frecuente desde que se alzó la ciudad perdida de tu pueblo.

Taliyah levantó los ojos. —¿Qué?

—Y se dice también que el curso de los ríos cambió de sentido. —Hizo un ademán en el aire, como para mofarse de los misterios de un pueblo lejano e ingenuo—. Y todo porque su dios pájaro regresó de la tumba.

—Sea cual sea la razón, poco importa. Es una amenaza para el comercio. —El segundo mercader se sentó junto al primero—. Dicen que quiere reunir a los suyos. Recuperar a sus esclavos y todo eso.

—Menos mal que estás aquí y no allí, muchacha —añadió el primero.

El otro mercader apartó los ojos de la cerveza y reparó de repente en la presencia del compañero de Taliyah. —Me resultas familiar —dijo—. No es la primera vez que veo esa cara.

La puerta volvió a abrirse. Unos guardias entraron y examinaron la sala con atención. El del medio, una especie de capitán, se fijó en la muchacha y su acompañante. Taliyah pudo sentir cómo se propagaba un pánico silencioso por toda la sala, mientras los escasos clientes se levantaban y desfilaban con rapidez hacia las salidas. Hasta los mercaderes lo hicieron.

El capitán se acercó a ellos sorteando los bancos Se detuvo a corta distancia de su mesa.

—Se te busca por asesinato —dijo.

—Conque aquí es donde te escondías —dijo el capitán—. Disfruta del trago. Será el último.

Taliyah oyó al susurro del acero desenvainado a su lado al mismo tiempo que se ponía en pie. Volvió los ojos hacia su maestro y vio que miraba fijamente a los guardias.

—Este hombre, Yasuo Yasuo —dijo el capitán con tono de desprecio—, es culpable de haber asesinado al anciano de una aldea. La pena por su delito es la muerte. Y tenemos órdenes de ejecutarlo.

Uno de sus hombres levantó una ballesta cargada. Otro colocó una flecha en un arco largo casi tan alto como Taliyah.

—¿Ejecutarme? —dijo Yasuo—. Pueden intentarlo.

—¡Esperen! —gritó Taliyah. Pero antes de que la palabra abandonara sus labios, oyó el chasquido de la ballesta y el reverberante zumbido de la cuerda del arco largo. En los segundos siguientes, un torbellino recorrió la posada. Brotó en espiral del compañero de Taliyah y levantó por los aires los vasos y las escudillas de madera abandonadas sobre las mesas. Alcanzó las flechas y las partió en pleno vuelo. Los fragmentos cayeron al piso con un traqueteo sordo.

Acudieron más guardias; sus espadas en mano. Taliyah hizo brotar del piso un campo de piedras afiladas y las lanzó en todas direcciones con una fuerza explosiva para mantener a los hombres a raya.

Yasuo se deslizó entre los soldados atrapados en la sala. Levantaron las armas en un absurdo intento de detener la espada que se movía a su alrededor con la violencia de la tormenta, lanzando estocadas como relámpagos. Era demasiado tarde. La hoja de Yasuo volaba entre ellos, dibujando un remolino letal de serpentinas rojas detrás de sí. Cuando cayeron todos los hombres que habían venido por él, Yasuo se detuvo, con la respiración agitada y feroz. Cruzó la mirada con la de la muchacha y se preparó para hablar.

Taliyah extendió una mano a modo de advertencia. El capitán estaba tras él, con ojos de loco y una sonrisa rota. Esgrimía la espada con ambas manos, para que no se le resbalase la empuñadura empapada de sangre.

—¡Aléjate de él! —Taliyah tiró del piso empedrado de la posada y las piedras lisas estallaron en una erupción que levantó al capitán por los aires.

Mientras su cuerpo ascendía, Yasuo salió a su encuentro y le cercenó el pecho con tres rápidos golpes de la hoja fría. El cadáver cayó al piso y quedó inmóvil.

Desde el exterior llegaban más gritos. —Tenemos que marcharnos. Ya —dijo Yasuo. Miró a la muchacha—. Puedes hacerlo. No dudes.

Taliyah asintió. El piso comenzó a temblar, y el temblor se comunicó a las paredes y luego al techo de paja. La muchacha trató de contener el poder que sentía brotar debajo de la posada. Una visión recorrió su mente: su madre, cosiendo el dobladillo de una tela mientras cantaba en voz baja, con movimientos tan veloces que sus manos eran casi invisibles.

La roca que había bajo la posada estalló formando arcos grandes. Las columnas de roca se entrelazaron sobre el piso, entrando y saliendo de él como un oleaje. Taliyah sintió que la tierra se levantaba y se la llevaba a la noche oscura, seguida de cerca por el viento salvaje que era Yasuo.

Yasuo volvió la mirada hacia la posada lejana. Las serpentinas de piedra habían bloqueado el camino e impedían cualquier intento de acceso. Les había proporcionado tiempo, pero el alba no tardaría en llegar. Y con ella, más hombres decididos a cazarlos. A cazarlo a él.

—Te conocían —dijo; su voz sonaba apacible—. Yasuo. —Se aferró a esta última palabra.

—Tenemos que irnos.

—Querían matarte.

Yasuo dejó escapar una exhalación. —Mucha gente quiere matarme —dijo—. Y algunos querrán matarte también a ti a partir de hoy. Por si sirve de algo, me culpan de un crimen que no cometí.

—Lo sé.

Yasuo no era el nombre que le había dicho durante el viaje, pero tampoco importaba. En el tiempo que habían viajado juntos no le había preguntado por su pasado. A decir verdad, no le había preguntado nada. Solo le había pedido que la enseñara. Pero en aquel momento observó a su mentor y le pareció que la confianza que había depositado en él le resultaba casi dolorida. Puede que más que si lo hubiera creído culpable. Yasuo dio media vuelta y comenzó a alejarse.

—¿Adónde vas? Shurima está al oeste —dijo Taliyah con tono de confusión.

Yasuo no se volvió. —Mi sitio no está en Shurima. Ni el tuyo. No aún. —Sus palabras eran frías y medidas, como si estuviera preparándose para hacer frente a una tormenta.

—Ya oíste a los mercaderes. La ciudad perdida se alzó.

—Cuentos para asustar a otros mercaderes y que suba el precio del lino de Shurima —respondió él.

—¿Y si un dios viviente caminara por las arenas? Tú no entiendes lo que significa eso. Reclamará lo que perdió. La gente que alguna vez le sirvió, las tribus... —La tensión de las emociones de la noche hizo mella en la voz y fue como si las palabras brotaran atropelladamente. Había viajado al otro lado del mundo para protegerlos... y ahora, cuando la necesitaban, estaba a un mundo de distancia. Alargó la mano hasta casi tocarle el brazo. Estaba dispuesta a todo para obligarlo a escucharla, para hacerle entender.

—Esclavizará a mi familia. —El eco de sus palabras resonó en la roca que los rodeaba—. Debo protegerlos. ¿No lo entiendes?

Se levantó un viento que removió los guijarros del suelo y azotó la cabellera negra de Yasuo alrededor de su cara.

—Protegerlos —dijo este, apenas con un susurro—. ¿Es que la Gran Tejedora no cuida de ellos? —Las palabras brotaron a través de sus dientes apretados. El hombre, su maestro, se volvió hacia su única estudiante, con un destello de furia en los ojos negros y atormentados, una emoción desatada que la sobresaltó—. Tu entrenamiento aún no termina. Arriesgas la vida al volver con ellos.

Ella se mantuvo firme, sin apartar la mirada.

—La daría gustosa por ellos.

El viento se arremolinaba a su alrededor, pero la muchacha era inamovible. Yasuo lanzó un largo suspiro y volvió la mirada hacia el este. La primera luz comenzaba a despuntar en medio de la noche azulada. La turbulencia del viento terminó de calmarse.

—Podrías venir conmigo —le ofreció ella.

Las duras líneas de la mandíbula del hombre se relajaron. —Dicen que la hidromiel del desierto es bastante buena —respondió. Una suave brisa jugueteaba con el cabello de la muchacha. Pero entonces pasó el momento, y un recuerdo de dolor lo reemplazó—. Por desgracia, mi trabajo en Jonia aún no ha terminado.

Taliyah lo estudió con detenimiento y luego introdujo la mano en su propia túnica, de la cual arrancó un hilo largo y suelto. Se lo ofreció a Yasuo, quien lo miró con suspicacia.

—En mi pueblo, esta es la manera tradicional de expresar gratitud —le explicó Taliyah—. Regalar una parte de ti para que te recuerden.

El hombre aceptó el hilo con reverencia y lo utilizó para anudarse el cabello suelto. Sopesó con cuidado sus siguientes palabras:

—Ve por ahí hasta el próximo valle y luego sigue el río hasta el mar —dijo mientras indicaba con un ademán una senda abierta por el paso de los animales—. Encontrarás allí a una pescadora solitaria. Dile que quieres ver el Fréljord. Dale esto.

Sacó una semilla de arce seca de una bolsa de cuero que llevaba al cinto y se la puso en la mano.

—En el Norte Congelado vive un pueblo que lucha contra la tiranía noxiana. Puede que entre ellos encuentres el modo de volver a las arenas.

—¿Qué hay en ese... Fréljord? —preguntó ella, saboreando la palabra en los labios.

—Hielo —dijo él—. Y piedra —añadió guiñándole el ojo.

Esta vez fue ella quien sonrió.

—Te moverás veloz con las montañas debajo de ti. Usa tu poder. Creación. Destrucción. Abrázalas. Ambas. Tus alas te llevaron muy lejos —dijo—. Tal vez te lleven incluso a casa.

Taliyah echó a andar hacia la senda que conducía al valle. Esperaba que su tribu siguiera a salvo. Puede que el peligro fuera fruto de su imaginación. Si la vieran aparecer, ¿qué pensarían? ¿La reconocerían? Babajan siempre decía que el hilo que se mete en el huso, por grueso o fino que sea, tenga el color que tenga, conserva algo de la lana que era al principio. El recuerdo de sus palabras la reconfortó.

—Confío en que sepas tejer el equilibrio. Buen viaje, pequeño gorrión.

Taliyah se volvió hacia su compañero, pero ya había desaparecido, sin dejar otro rastro de su presencio que unas briznas de hierba que se mecían en el aire fresco de la mañana.

—Estoy segura de que la Gran Tejedora también tiene planes para ti —dijo.

Se guardó la semilla de arce en el abrigo con todo cuidado y partió hacia el valle, precedida por la piedra que se alzaba para dar la bienvenida a sus pisadas.

Archivo:Taliyah Bird and the Brand footer.jpg

Yasuo y Taliyah (por el artista de Riot, Mitchell Malloy)

Vuelta a casa

Taliyah_Vuelta_a_casa

Taliyah Vuelta a casa

“Una amenaza creciente en el desierto obliga a una joven maga de piedra a abandonar su entrenamiento y apresurarse a volver a su hogar para proteger a su familia”.

Referencias

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